¿Cuántas veces puede la muerte derrotarte?

 ¿Cuántas veces puede la muerte derrotarte?



Sergio Augusto Vistrain


¿Cuántas veces puede la muerte derrotarte?  - me pregunté por primera vez uno de aquellos días de mi niñez, cuando vivía con mi madre, en aquel pequeño cuarto donde hacíamos caber la cama, la mesa, las 4 sillas, la ropa de los dos y mis útiles de la escuela. Vivíamos solos los dos, pues mi hermano se había ido a vivir con una tía, hermana de mi madre, y mi padre se había quedado en el pueblo, luego de que ella decidiera que "lo mejor era separarse".


¿Cuántas veces puede la muerte derrotarte? Pregunta extraña para un chiquillo de 9 años, ¿no? Pero aún las mentes más inmaduras suelen hacerse preguntas de ese estilo o, incluso, tal vez sea privilegio exclusivo suyo. 


¿Que cuántas veces puede la muerte derrotarme? Pues solo una; cuando te lleva consigo - me respondí a mí mismo, convencido de que solo se muere una vez. Y durante años viví convencido de eso, no obstante que la misma pregunta me tomó por asalto una y otra vez.


Contando ya con 11 años, una fría mañana de noviembre, cuando ya los cuatro (mis papás, mi hermano y yo) vivíamos de nuevo juntos en el pueblo, mi padre fue a despertarme y me dijo con voz suave y templada "ven a ver a tu mamá". Yo, sabiendo que ella llevaba días enferma, me levanté de inmediato y, en menos que lo cuento, estaba ya en su habitación, junto a su cama, junto a ella.  


Yacía acostada en la cama, pero con la cabeza del lado de los pies y ya estaban con ella mi padre y mi hermano. Mi padre a los pies de ella (junto a la cabecera de la cama), mi hermano a la altura de su tórax y yo justo detrás de ella, junto a su cabeza. Ella abrió sus ojos y miró a mi padre, con aquella mirada casi devocional con que siempre lo miraba, a pesar de sus diferencias. Luego miró al mayor de sus hijos y, finalmente, con un notorio esfuerzo, giró  la cabeza hacia donde yo me encontraba, segura de que ahí me encontraría. Me miró amorosamente y, sin decir palabra, expiró por última vez y cerró los ojos para siempre. 


¿Cuántas veces puede la muerte derrotarte? "Pues, una" - respondí una vez más ante la terrible evidencia que azotaba mi alma sin piedad alguna, y que me mostraba con indecible claridad que ella no volvería a vivir para sufrir de nuevo la fatal derrota. Nunca más - me decía a mi mismo. - Nunca más volveré a escuchar su voz, nunca más volveré a abrazarla o a recibir su amoroso abrazo; nunca, nunca más. 


Todos mis sentidos, mis sentimientos y mis emociones me gritaban  al unísono esas palabras: "Nunca, nunca más". No cabía otra posibilidad, y eso me dolía en lo más profundo. 



Con el paso del tiempo, cada vez que necesité su abrazo, la evidencia confirmaba mi respuesta, una y otra vez, una y otra vez...


Yo no sé si mi padre se hacía la misma pregunta que yo, pero sí que sabía que ella no regresaría jamás, así es que, tres años más tarde, resolvió casarse por segunda vez, lo cual me pareció comprensible, pese a que él tenía otros tres hijos con otra persona; eran mi hermana Sara, quien contaba entonces con casi 5 años, José Luis, de 3 años y Marco Aurelio, de 7 meses, con quienes, la madre de ellos, mi padre, mi hermano y yo, vivíamos, como una familia, desde casi un año atrás. Ellos son también mis hermanos y los quiero mucho por esa sola razón. 


No obstante, sé muy bien que las cuentas no cuadran, pero no quiero aquí detenerme a esclarecerlas. Sólo diré que estoy sobradamente convencido de que, en alguna medida, este hecho nebuloso en la vida de mi padre, tuvo algo, si no es que mucho, que ver con aquella derrota de la que yo había sido testigo.


De ese segundo matrimonio de mi padre nació mi hermano Carlos Alberto y, cuando era apenas un bebé de 7 meses de vida, un día de marzo mi padre había recibido la noticia de que un tío suyo estaba un poco enfermo, por lo que, esa misma noche, decidió ir a visitarlo y, a pocos metros de la desviación para entrar a Santa María Coatlán, que era el pueblo donde vivía el tío Bolo (Liborio), aún sobre la carretera libre México-Tulancingo, un camión cargado con 30 toneladas de naranja embistió su auto, sin que él pudiera hacer absolutamente nada más que aferrarse al volante y recibir estoicamente el tremendo golpe, mismo que le produjo múltiples fracturas en diversas partes del cuerpo, varias de ellas en el cráneo. 


Un taxista que pasaba por ahí y le reconoció, se dirigió a la casa donde él nació y donde yo pasé muchos años de mi infancia, mi adolescencia y mi juventud temprana. Al llegar ahí dio aviso del terrible accidente y, de inmediato, mi tía Pilar se subió y le indicó el camino a la casa donde entonces vivíamos con Toña, su segunda esposa. Nos informó lo sucedido y nos subimos al mismo taxi Toña, mi hermano y yo, mientras mi tía se quedaba con mis hermanitos. 


El sitio del accidente no estaba muy lejos, según nos dijo el taxista - unos tres kilómetros a lo sumo y, al llegar a la escena, resultaba difícil reconocer el auto, y más difícil reconocer su forma, en parte porque estaba con la parte delantera mirando en el sentido contrario a la trayectoria que  originalmente llevaba. Me bajé del taxi y corrí hacia ese montón de fierros retorcidos, junto a los cuales se encontraba mi padre, inexplicablemente de pie, apoyando sus destrozados brazos sobre lo que alguna vez fue el cofre del motor. Estaba completamente bañado en sangre y, entre los tres, como pudimos, lo subimos al taxi. 


Yo no sé cómo, ni por qué pero, siendo el menor de los tres (contaba con apenas 15 años de edad), fui yo quien tomó el control de la situación, así es que yo mismo le indiqué al taxista que nos llevara a la Cruz Roja de Texcoco, pero mi padre se opuso rotundamente, diciendo que no alcanzaría a llegar vivo hasta esa ciudad, por lo que, si de distancia se trataba, la conclusión saltaba a la vista y, así, cambié mi decisión y le indiqué que nos llevará la Cruz Roja de San Juan, que era entonces poco más que un simple consultorio, donde el Dr. Sandoval le dio los primeros auxilios y se encargó de pedir una ambulancia para que lo trasladara al nosocomio más cercano, de manera que pudieran ahí brindarle las atenciones que el caso, el terrible caso, requería con urgencia. 


En la ambulancia se fue con él Toña, por ser la esposa de mi padre, justo como lo marcan las normas de la benemérita institución, así es que me tocó ir detrás, en el auto del Sr. Romo, a quien conocí en ese momento, y quien providencialmente estaba ahí, dispuesto a apoyarnos, persiguiendo a toda velocidad a aquella ambulancia, a donde fuera.


Fuimos a la Cruz Roja de Ecatepec, donde dijeron que no contaban con el equipo médico necesario para el caso, así es que, de ahí, lo trasladaron en otra ambulancia a la Cruz Roja de Polanco, en la Ciudad de México, desde donde, por falta también del equipo médico necesario, lo trasladaron una vez más, para finalmente ingresarlo en la Cruz Verde de Santo Tomás (Hospital Rubén Leñero), de esta misma ciudad. 


Estuvo ahí, en la Unidad de Cuidados Intensivos, desde esa misma noche del 18 de marzo y, pese a que ahí permanecí de día y de noche, no me permitieron verlo, sino hasta el medio día del 22, cuando mejoró lo suficiente para que lo pudieran pasar a otra área del hospital. Antes pudieron verlo Toña, mi tío Luis y el Dr. Julio Velázquez, amigo de mi padre, tan solo por tener sobre mí la ventaja de ser adultos, cosa que me llenaba de rabia e impotencia, no por ellos, desde luego, sino por esas estúpidas normas hospitalarias, según me lo parecían en aquellos fatídicos momentos.


Ese cuarto día, cuando pude estar a su lado apenas dos minutos, él se encontraba de bastante buen humor, muy lúcido y orientado, y con mucho entusiasmo por haber superado tan dura prueba. No obstante, me dijo que no debía haber faltado tantos días a la escuela, y que me regresara cuanto antes al pueblo, pues yo tenía que continuar estudiando. 


Esa noche me acosté en mi cama y dormí profundamente, con la tranquilidad de haberlo visto, mal, pero vivo. Sin embargo, llegada la madrugada del día 23, mi tío Agustín me dijo que debía levantarme y "venir a la otra pieza", donde me esperaban él y alguien más. Eran él, mi tío Luis y el Dr. Velázquez y, antes de que me dijeran nada, de inmediato adiviné la fatal noticia que tenían para mí aún tierno corazón. 

 

Pues sí, la muerte había derrotado a alguien más que era central en mi vida. La muerte misma, la misma muerte, a quien imaginé burlándose de mí al demostrarme, una vez más, que era capaz de derrotar a cualquiera, a lo que a mí me provocaba responderle con una pregunta - ¿Y, si puedes llevarte a cualquiera, por qué no a cualquiera que no sean mi mamá, o mi papá? 


No pasó mucho tiempo para que volviera a aparecer en mi mente aquella vieja pregunta: "¿Cuántas veces puede la muerte derrotarte?" y esa vez grité mi respuesta: "¡Una, por supuesto que una!", pues la muerte no viene jamás dos veces, no te da nunca oportunidad de volver a enfrentarla; es inmisericorde y tremendamente abusiva, además de ventajosa. Una, solo una - dije una vez más, antes de romper en llanto. 


Vale señalar que, otro cuestionamiento me ha perseguido a lo largo de los años - ¿Por qué atormenta mi mente la absurda pregunta sobre "¿Cuántas veces puede la muerte derrotarte?" Y, más aún, ¿Por qué debo siempre responderla?. Cabe decir que, aún cuando esa pregunta se antoja mucho más sencilla, nunca he sido capaz de darle una respuesta. 


Mi abuela, mi tía Lupita, mi tío Agustín, mi tío Brígido y un muy largo y muy doloroso etcétera de personas constituido por otros tíos y algunos primos, todos ellos altamente relevantes para mí, para mi vida, se han ido de este mundo y la evidencia sigue siendo contundente; no hay más respuesta a aquella pregunta que "una; una vez".


Y, el día que se fue mi hermano, "mi carnal", como él solía nombrarme, cosa que ocurrió hace más de 12 años, la necia pregunta se apareció de nuevo en mi mente. Y no es que hubiera desaparecido, sino que una vez más estaba allí: "¿Cuántas veces puede la muerte derrotarte?", igual que la contra pregunta: "¿Y por qué debo siempre responderla?".


Y, una vez más, a la primera de esas dos preguntas, la respuesta siguió siendo -"Que una, hombre, que solo una"-, mientras que, para la segunda, sigue sin haber respuesta, vamos, ni un esbozo de respuesta, justo así ocurrió cuando se fueron mi compadre Bumy y mis amigos Pepe y Manuel. 


Hoy, a poco menos de un año de la muerte de Consuelo Ruiz, una gran amiga, una amiga muy, muy querida, por fin le tengo a esa terca pregunta una respuesta distinta aunque, para mi desgracia, no es una respuesta mejor, sino mucho, pero mucho peor, que la anterior. “¿Cuántas veces puede la muerte derrotarte?” -¡Muchas, carajo, muchas! Tantas como vidas para mí valiosas y entrañables se ha llevado consigo. 


En efecto, cada pérdida ha sido una derrota, pero no tanto para quienes se han ido, sino para mí mismo, así es que la pregunta ahora se transforma en: ¿Cuántas veces puedes sobreponerte tras la muerte de alguien significativo en tu vida?


Esta vez, a la luz de tantos sucesos que de ese tipo me ha tocado vivir, no me queda sino responder: -pues muchas-, aunque el corazón se resiente cada vez más profundamente y, en consecuencia, cada vez le cuesta más, mucho más sobreponerse. 


Como sea, va a resultar que yo he sido más terco que la susodicha pregunta y que ni tantas presencias de la muerte cerca de mi vida, han sido suficientes para derrotarme de manera definitiva. Va a tener que venir directamente por mí para lograrlo. Mientras tanto, he de continuar en la batalla, con las fuerzas que me vayan quedando…


Diciembre, 2020


FIN. 


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