Una tarde de abrojos

 Una tarde de abrojos

Sergio Augusto Vistrain

Una de esas tardes del verano, cuando todo florecía a nuestro alrededor, mi hermano y yo nos fuimos de pinta con nuestro amigo, Ángel, amigo de toda la vida; nuestro amigo de mil aventuras; aventuras de antes, de entonces y hasta de ahora.

Todas las tardes anteriores el cielo se había encargado de humedecer la tierra y, todas las plantas, razón por la cual, todas ellas muy felices; lucían sus mejores colores, y también sus mejores perfumes. 

Todos los arroyos que bañaban el pueblo y el valle eran fuentes de alegría y de vida; alimentaban a las plantas, y a algunos pececillos de agua dulce, los cuales atraían a pescadores que llegaban con sus grandes redes para pescarlos, dejando casi sin oportunidad a los niños, quienes llevaban pequeñas redecillas hechas con algún trozo de bolsa de mandado; una competencia desleal, podría decirse, misma que se repetía cada año en la época de lluvias, cuando era también momento de ir a los magueyales a recolectar chinicuiles (gusanos rojos de maguey) los cuales, aun cuando su sabor nunca me ha gustado, eran un verdadero manjar para algunos miembros de la familia y, para nosotros, su recolección era un motivo más para una aventura "socialmente aceptada".

Pero de los pescadores profesionales cabe decir que, aun con todo su equipo, no podían pescar acociles (del náhuatl acuitzilli, de atl, agua y cuitzilli, que se retuerce) un crustáceo de diez patas, pariente de los camarones y langostinos, que vive en agua dulce y cuyo nombre científico es Procambarus acanthophorus), pues éstos se mantenían todo el tiempo en el fondo del arroyo, y entre las piedras, así es que, en eso, los niños les llevábamos gran ventaja pues, metiéndonos descalzos, los atrapábamos con la mano, o con alguna bolsa de plástico, sin importarnos mucho que, mientras lo hacíamos, las sanguijuelas se nos pegaran a los tobillos, lo cual, ciertamente, era un poco asqueroso y repugnante, pero era parte de la aventura. El caso es que los acociles son consumidos cómo alimento, desde la época prehispánica y por eso se los vendíamos a los pescadores profesionales.

Todos los seres vivientes querían acercarse a disfrutar de las frescas aguas de los diferentes arroyuelos, así como del suave sonido que producían con su paso. Hasta los ahuehuetes se inclinaban para recibir su casi imperceptible brisa, mientras sus raíces se nutrían de la tierra humedecida, tal vez sin tomar conciencia de que ellos mismos, con su sombra, refrescaban ese cristalino fluido que corría incesante, pero sin prisas y, aparentemente, incansable y contento. Tan contento como tantos niños que llegaban a estos, para mojar sus pies descalzos.

Yo muchas veces iba al arroyo a la vera de la Calzada López Mateos (o “de los Ahuehuetes”) y pasaba horas enteras a los pies del “tercero”, como se le nombraba al ahuehuete ubicado casi frente a la Parroquia (por ser el tercero, arroyo abajo, de los más grandes y antiguos árboles de esa especie tan abundante en la zona), acompañado de mi madre quien, mientras yo jugaba por ahí, se sentaba sobre las gruesas raíces del árbol del agua, pensativa, como si, mirando la corriente, ésta fuera a llevarse muy lejos los dolorosos y pesados recuerdos que ella cargaba en el alma, y fuera a dejarle a cambio sólo paz y serenidad. Sentimientos éstos que eran para mí claramente visibles en su expresión y en su andar, mientras íbamos ya de regreso a casa. Debe ser esa una de las más relevantes razones por las que yo disfrutaba tanto pasar alguna tarde con ella en ese sitio.

La tarde en cuestión, fuimos con nuestro amigo Ángel a la zona preferida por los tres; una zona que entonces era parte del pueblo. Así la considerábamos los pobladores de San Juan Teotihuacán, pues la transitábamos con total libertad, como si anduviéramos por cualesquiera otras de sus calles y senderos ya que, de hecho, se ubica dentro del territorio del mismo municipio aunque, como es bien sabido, hace varios siglos que no está habitada más que por vestigios arqueológicos, entre los cuales, los dos principales son la Pirámide del Sol y la Pirámide de la Luna”, así como el no menos importante Templo de Quetzalcóatl, el cual, aun cuando no lo tuviéramos así planeado, esa tarde iba a convertirse en el destino final de nuestra aventura.

Av. Pirámides

Esa vez decidimos no caminar por la orilla de la carretera que lleva directo a la Pirámide del Sol (Av. Pirámides), para evitar que otra vez nos pillara mi padre, como aquella ocasión en la que conducía camino a casa y, desde la pickup, muy cerca de la zona de las cuevas, por el Jardín Botánico de Cactáceas, nos miró caminando muy despreocupados, luego de lo cual se detuvo y, habiéndose bajado, nos ordenó subir a la parte trasera y nos llevó de regreso a casa, para que comiéramos, y luego lo acompañáramos al rancho en Santa María, donde deberíamos ayudar con algunas labores, ya que ese día el peón no había ido a trabajar, así es que nuestra aventura de aquel día se convirtió, literalmente, en una tarde de trabajos forzados aunque, vale decirlo, no nos desagrada del todo, pues siempre encontrábamos algo divertido, o algo entretenido que hacer. Pero, eso sí, de vuelta en casa, las tareas escolares eran imperdonables, así viniéramos más cansados que si nos hubiésemos ido de pinta.

Vale decir que ir al rancho, aunque por muchas razones era para nosotros muy atractivo, implicaba siempre la poco deseable posibilidad de que nos pusieran a hacer trabajo físico pesado, como echar pastura a las vacas, maíz a los cerdos, alfalfa a los borregos, alimento a las gallinas, o agua a las plantas, o peor aún, limpiar los chiqueros de los cerdos. Eso, si era por la tarde. Y, cuando nos llevaba mi padre de madrugada, debíamos ayudar a llevar los botes llenos de leche hasta el sitio por donde pasaba la camioneta que la compraba a todos los pequeños productores, para llevarla a vender a la capital. Muy bien recuerdo el bote que me tocaba llevar; era de 20 litros, pero a mí me pesaba como si fuera el de 80; ese que llevaban mi papá y uno de sus hermanos; Luis o Agustín. Él iba al lado izquierdo del bote, mientras que su hermano iba del derecho, ambos cargando con su brazo derecho, sólo que mi tío apoyaba su mano izquierda sobre el hombro derecho del hijo predilecto de mi abuela. Eran unos 800 metros de distancia pero, a la ida, a mí me parecía que eran más de dos kilómetros.

Y, cuando regresábamos de dejar la leche, muchas veces era hora de ayudar en la cosecha de la alfalfa. Mi padre y mi tío Agustín iban por delante, segando la hierba con la guadaña o la hoz, mientras que mi hermano y yo íbamos detrás de ellos con los bieldos, recogiéndola y haciendo pequeños montoncitos, mismos que mi tío Luis, que iba detrás de nosotros, apilaba en montones más grandes, y los colocaba en la carreta. Terminando esas labores, íbamos a casa, para desayunar y correr a la escuela.

Claro que, ir al rancho también implicaba siempre la posibilidad de meternos al estanque a nadar (si era día de riego), o de beber leche bronca calentita y directa de la vaca (si era la hora de la ordeña), o de montar el caballo (si era momento de pasearlo), u otras actividades muy gratas para nosotros. Todo dependía del momento en que estuviéramos allí.

La Ciudadela con sus 15 montículos

Pero esa tarde, como no deseábamos ir al rancho, nos fuimos por calles poco transitadas del Barrio de la Purificación, para cruzar el cauce, ya seco, del río San Juan y, finalmente, salir a lo que ya en aquellos tiempos se denominaba la “Puerta 1”, aunque todavía no fungía como tal, pues la podía uno cruzar sin más, literalmente, “como Juan por su casa”, dado que no existía la cerca que hoy circunda la Zona Arqueológica y, así, llegamos a la zona de la Ciudadela.

Antes pasamos por el pasillo central del mercado de artesanías, y a un lado del Museo, que ya entonces existía, cruzamos la Calzada de los Muertos y, desde ahí, subimos la pequeña escalinata del rectángulo que, con sus 15 centinelas (montículos), delimita la Ciudadela, y bajamos por la otra, la que conduce a la explanada, o patio interior de la misma, lugar donde algún tiempo mi abuelo sembró milpa (maíz y calabaza), pues todas esas eran tierras ejidales, que el gobierno había repartido entre los campesinos de la región, a principios del siglo XX. Vale decir que sin importar que debajo había tesoros arqueológicos, cosa que, desde luego, ya se sabía. Pero “la tierra es de quien la trabaja”, rezaba el lema revolucionario que marcó aquel momento de la historia y el quehacer de 
México.

Templo de Quetzalcóatl

Recorrimos el patio por el centro, sin dejar de trepar el montículo central de la Ciudadela, hasta llegar al fondo, donde se ubican, la Pirámide del Templo de Quetzalcóatl, así como la llamada Pirámide Adosada, entre las cuales lucen esplendorosas las cabezas de la Serpiente Emplumada, emblemática de Teotihuacán y de México.


Pirámide del Templo de Quetzalcóatl (izquierda) y Pirámide Adosada (derecha).

Al llegar a la cúspide de la pirámide del mencionado Templo, apenas habíamos dado unos pasos cuando comenzamos a notar que el terreno, que entonces permanecía sin descubrir, estaba repleto de abrojos* (una pequeña pelotita totalmente cubierta de agudas espinas, un tipo de cactácea que suele estar en el suelo, por lo que su nombre, en sí mismo, sugiere no andar nunca en su entorno sin abrir bien los ojos; abre ojos), cosa que fuimos descubriendo conforme avanzábamos pues, como ese día íbamos calzando nuestros comodísimos “tenis” (zapato de tela, para deportes), una a una sentíamos cada espina, primero, en los dedos de los pies, y luego, como los sacudíamos vigorosamente, intentando desesperadamente que dichas pelotitas salieran lanzadas a la distancia, no conseguimos otra cosa que rodaran sobre sus propias espinas, cada una de las cuales nos propinaba un castigo adicional y, con ello, que el punzante castigo fuera trepando más y más arriba, llegando hasta los tobillos.

Abrojo de la familia de las cactáceas.

Tal era nuestra angustia, que corrimos, sin mirar que lo hacíamos hacia donde más abrojos había, y sin percatarnos de que, con nuestro propio movimiento por ese suelo, nosotros mismos provocábamos que se nos clavaran más y más de esas pelotitas espinosas, las cuales iban escalando cada vez más y más arriba.

La vivencia nos resultaba tan agobiante y dolorosa, que nos obligó a hacer algo a lo que no estábamos acostumbrados, es decir, a hacer una pausa y tratar de tranquilizarnos, para pensar con serenidad alguna posible solución que, por cierto, no se antojaba sencilla, especialmente porque tampoco estábamos habituados a trabajar en equipo. 

Así es que, luego de trazar la ruta más corta fuera de esa parcela de abrojos en la base superior de la pirámide, la caminamos lentamente y teniendo cuidado de no recolectar más tríbulos, ni provocar que siguieran ascendiendo los que ya teníamos prendidos, de manera aparentemente irremediable.

Una vez fuera de la parte plana, sobre la ladera oriente de la pirámide, nos hicimos cada uno de un par de piedras que nos servirían como herramientas improvisadas para retirar, una a una, las tormentosas pelotitas verdes. Esto porque, por un lado, ya sabíamos que sacudir los pies era contraproducente y, por el otro, porque intentarlo con las manos era garantía de que nos quedarían repletas de aquellas dolorosas espinas, así es que mi hermano a mí, yo a nuestro amigo, y él, a su vez, a mi hermano, nos retiramos con esas piedras los abrojos que no podíamos quitarnos por nosotros mismos.

No podría decir que aquella fue una tarde encantadora o fascinante, pero sí que fue profundamente aleccionadora y, por esa razón, inolvidable.

La moraleja de esta historia es…

Si has de andar un campo colmado de abrojos,
y deseas evitar un doloroso castigo,
más vale que abras muy bien los ojos,
y te hagas acompañar de un buen amigo. 

14 de agosto de 2019.  

* Son plantas, de diversas familias, las que se conocen como “Abrojos”, ya que es un nombre común aplicado a ciertas formas esféricas, o semiesféricas cubiertas de espinas, más o menos resistentes. Sin embargo, el abrojo que abundaba en el área de Teotihuacán era de la familia de las cactáceas, que crecen en áreas "perturbadas" (áreas que han sido afectadas por actividades humanas, que consisten en quitar la vegetación original para cultivar, construir, etc.), por lo que se les considera vegetación “secundaria” (que no es parte de la vegetación original). Esas formas aparentemente esféricas que se encuentran dispersas en el suelo forman originalmente el tallo de la planta, cuando tienen forma cilíndrica y, al volverse esféricas, se van desprendiendo de la misma como un mecanismo natural de dispersión. Las espinas de esta especie de abrojos tienen la particularidad de estar cubiertas con una cutícula estriada que al penetrar en la piel, se entierran cada vez más y más, provocando un punzante e intenso dolor. Su nombre científico es Cylindropuntia imbricata o Cylindropuntia tunicata. Existen otras familias de abrojos, cuyas formas y tamaños varían de región en región.

Revisión técnicaBiólogo Fermín Hugo Gómez Monterrubio.


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