El sentir de la población en el proceso de elección
El sentir de la población en el proceso de elección.
Sergio Augusto Vistrain
Hace algunos años, durante la campaña electoral a la presidencia de la República Mexicana del año 1994, se realizaron diversos estudios de (casi) todo tipo, cuyo propósito era el de conocer las razones por las cuales el electorado se manifestaba inclinado a votar por aquel candidato que encabezaba las tendencias en todas las encuestas de intención del voto.
Las respuestas obtenidas en aquellos estudios versaban sobre “la preparación”, “la experiencia”, “la inteligencia”, “la honestidad”, y otros aspectos, todos ellos socialmente deseables, atribuidos a uno, u otro candidato, como las razones que determinarían las votaciones. No quiero entrar a discutir si efectivamente ese candidato poseía, o no, esos atributos. No es el punto.
Lo que sí quiero destacar es que, a través de una técnica de investigación cuali-cuantitativa, descubrimos que, en aquel momento de la historia, lo que el ciudadano mexicano más apreciaba, y más le motivaba, era el bienestar de su familia. Nada era más importante que eso; no lo era ni el empleo, ni el dinero, ni la inflación, ni las enfermedades, ni la desigualdad social, ni la discriminación, ni las adicciones, ni el prestigio personal o profesional. En fin, nada. Nada era más importante.
Por otro lado, descubrimos algo que, no por ser perfectamente congruente con aquel primer hallazgo, dejaba de ser sorprendente: de lo que más temor sentían los ciudadanos era de que se viera en algún tipo de riesgo precisamente eso que era lo más importante para ellos, lo más preciado: el bienestar de su familia.
Paralelamente fuimos viendo que ese gran temor tenía su fundamento en los acontecimientos del momento, entre los cuales, el más sonado, fue el asesinato de Luis Donaldo Colosio, por órdenes, según se rumoraba, del entonces presidente de la República, Carlos Salinas de Gortari, para entonces nombrar candidato a Ernesto Zedillo Ponce de León. “Si estamos viendo el asesinato de un candidato a la presidencia, ¿qué más podríamos ver?”, se escuchaba murmurar por doquier.
Pero aquel temor, que al principio fue un tanto vago, un tanto indeterminado, poco a poco se fue convirtiendo en el miedo específico a ver quebrantado lo más preciado para los individuos, que era, como ya se dijo, el bienestar de su familia. Temor que parecía ser constantemente alimentado, no podría asegurar que de manera deliberada, con aquella frase que fue la bandera de campaña de ese aspirante a la presidencia: “Bienestar para tu familia”, la cual, no sobra decirlo, el electorado sentía, no tanto como una promesa, sino como una auténtica amenaza.
Lo que este hallazgo desvela es que, lejos de atributos socialmente deseables, y lejos de que el electorado los considere descriptivos, característicos o representativos de tal, o cual candidato, lo que viene realmente a definir su voto es más bien su sentir.
Un sentir que, hay que decirlo, puede, o no, corresponder a la realidad, o a lo que parece ser la realidad, según las “evidencias” con las que se cuenta.
¿Y, qué decir de la última elección presidencial que tuvimos en México? Bueno, pues, es claro que la sociedad estaba profundamente indignada por la evidente, y hasta escandalosa, corrupción de nuestra clase política; de nuestros servidores públicos y gobernantes.
Subrayo la palabra “evidente”, precisamente porque la sociedad, en su conjunto, día con día observaba muestras, demostraciones y pruebas de la susodicha corrupción, pues éstas ocupaban las notas periodísticas de todos los medios en nuestro país y en el extranjero, además de que eran el tema de conversación en todas las mesas y, desde luego, hasta en las redes sociales.
No estoy diciendo que todas esas “evidencias” fueran una verdad absoluta e irrefutable, no es a mí a quien toca evaluar su veracidad o falsedad. Y tampoco es mi interés hacerlo pues, además, no tengo en la mano “los pelos de la burra” pero, lo que sí quiero recalcar es que la sociedad tampoco los tuvo nunca.
Sin embargo, el electorado se acostumbró a esas “evidencias” y las asumió como un axioma, es decir, como algo tan “evidente”, que no requería mayor demostración; eran verdades claras e incontrovertibles, con respecto a las cuales todos (o la gran mayoría) estábamos de acuerdo.
Teníamos entonces una primera premisa socialmente aceptada como verdadera. Tan verdadera como que la corrupción de la escandalosa corrupción de los funcionarios y los gobernantes nos perjudicaba a todos de manera sustancial; segunda premisa, ya que nunca tuvimos necesariamente claro, ni en qué forma, ni en qué medida, es que ésta nos afectaba, es decir, no nos habría sido fácil explicar cómo estaríamos si no existiera esa terrible “enfermedad”, pero también aceptamos ese hecho como irrefutable. En el mejor de los casos, apenas atinábamos a decir que “estaríamos mejor” sin ella, lo cual se antoja como una verdad de Perogrullo.
De esas dos premisas se desprendía una premisa más: que nuestra clase gobernante llevaba la corrupción en su ADN, y todos deseábamos una solución a este último hecho. Una solución seria, responsable, efectiva y verdadera, acaso histórica, que viniera a resolver de tajo, si no todos, sí al menos los mayores problemas de nuestra sociedad.
Parece que el candidato que mejor entendió esto fue Andrés Manuel López Obrador, quien, ya se ha dicho muchas veces, supo capitalizar el descontento de la inmensa mayoría de los mexicanos, y convenció a muchos de ellos (a más de 30 millones) de que la solución era un cambio (cuarta premisa). Pero no un cambio cualquiera, sino un “cambio verdadero”, que nos garantizara la erradicación de esa terrible enfermedad de nuestra clase política; la única culpable de todo, pues el pueblo, como ha dicho después, es “bueno y sabio”.
Y, como premisa final en este planteamiento, en la mente de la sociedad fue instalada la idea, que muchos creyeron, de que el único candidato capaz de conducir al país a semejante cambio, era precisamente el actual presidente de la República.
No es mi intención decir aquí si alguna, o todas las premisas antes señaladas son ciertas, o no, pues sigo sin tener los “pelos de la burra en la mano”. Lo que a mí toca, como Psicólogo Social, como investigador, es solamente señalar que, al parecer, el mejor candidato es, y será siempre, aquel que mejor pueda hacerse con el sentir del electorado (conocerlo, entenderlo y responder a éste), no importando si ese sentir, corresponde, o no, a la realidad.
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